Cuento de Carlos Rafael Diéguez. B
Ya no hay flores! Algunas se hallan del lado allá del mundo, casi después de la muerte. No se, ¿qué me habrá motivado hacerme escritora en medio de tanto trabajo de mi colmena? Es insoportable la ignorancia de los que caminan erguidos y se esconden la cara para robarnos la miel. Esa mala actitud me ha servido para defender con mis letras las más de cincuenta mil compañeras que conforman la maravilla arquitectónica de la casa donde vivimos-la colmena- y producimos lo más dulce del planeta.¡ Las flores son como madres de la tierra.
Los bichos que nos atacan con tentáculos, brazos terminados en manos no saben nada de nuestro denuedo y de las largas travesías por los montes en busca de las flores que cada día son menos. ¿Cómo ellos pueden ser tan ignorantes? No comprenden: al acabarse las flores no solo se extinguirá la miel, también la vida. Son necios suicidas, llevan siglos averiguando el surgimiento de la vida y no saben todavía que la abejas creamos el mundo ¡Queremos salvarlo ahora!
El domingo pasado salimos antes que el sol asomara y nos remontamos tan alto como las nubes. No habíamos volado mucho cuando nos sorprendió la lluvia acompañada de rayos y truenos. Presentí un trágico día detrás del polen de las campanitas.
Bajamos violentamente en picada en busca de la tierra para guarecernos de la tormenta, al llegar abajo, tropezamos con un terreno rasurado, pelado como un desierto, los árboles que otrora protegían los caminos habían desaparecido, los ríos se esfumaron: los ignorantes los habían extinguido.
La lluvia arreciaba, Catalina, una de las más jóvenes abejas obreras que me acompañaba cayó exhausta. Más allá Teresina moría bajo unas piedras de granizos y tras ella la mayoría de la comitiva que habíamos salido tan alegres en busca del néctar de la vida. Sin embargo, encontramos un dilema: la muerte se acercaba por segundos al no hallar donde cobijarnos. ¿El mundo es un desierto? Ni pensarlo ¿Cómo pudiéramos vivir sin flores? Vamos rumbo al caos
En mi mente de abeja más vieja comenzaron a remolinarse los recuerdos y la tristeza mientras las ráfagas de viento amenazaban con acabar de enterrarnos. Los dioses del agua y los rayos… saben que nosotras las abejas producimos lo más dulce de la vida y también… permanecemos en este mundo apenas 46 días, suficientes para encontrar la suerte: el trabajo. ¿Quieren los dioses matarnos para castigar a los hombres por su ignorancia? Ellos no son capaces de producir nada dulce, tampoco despiertan al sol. La pereza los mata.
Siento una fuerte sacudida que me dispara en el espacio. ¡Me aferro! y me sujeto por instinto a un objeto de negros plumajes y conmigo decenas de amigas que batallaban contra el mal tiempo, se pegan, se enganchan en este milagroso ángel que nos rescata del huracán. Vamos adheridas a un ave gigante y no es un Águila afortunadamente.
_¡Péguense fuerte, soy un cóndor y vine a salvarlas!
Había ocurrido un milagro. Ya nos alistábamos para llegar a nuestro término apocalíptico cuando enviado por el cielo apareció él: de grandes alas y de sangre caliente a darnos el aliento y quitarnos la guadaña. Un pensamiento volvió a nosotras: ¡Encontrar las flores!
Nuestro salvador con voz ronca nos acarició con unas palabras más dulces que la miel.
_No se preocupen seguiré hacia al mar y bajaré en una isla. Allí hay flores
_ ¿Y hay hombres? Pregunté.
_ Si, pero no hay ignorancia
En un abrir y cerrar de ojos la poderosa ave comenzó a acercarse al destino anunciado, un lugar de verdes y tupidos bosques que rodeaban una explanada de finas hiervas y sobre ellas unas enredaderas como jardines colgantes de donde brotaban muchos colores. ¡Es la tierra! Gritamos. Si era la tierra prometida
¡Una isla rodeada de mar azul!
¿Acaso otra tierra? Pensé: es un lugar fabuloso, acogedor, de manantiales y florestas, una música de bosques, de flores se deja escuchar. Hay mucha vida. No hay ignorancia.
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